LA BONDAD
10 de Febrero
Hace unos días me embarqué en una conversación sobre el agradecimiento, sobre la relación entre amor y agradecimiento, y alguien dijo, muy enfáticamente, que hay personas que no tienen nada que agradecer, y por tanto nada que amar, o que haber amado. Me quedé pensando que ese nada, si de verdad es tal, debe ser el infierno. Y enseguida me di cuenta de que ese “nada que agradecer” lo asociamos normalmente a la desdicha, a la des/gracia entendida como pobreza o sufrimiento, como privación de algo que nunca se tuvo, pero no lo relacionamos, y es eso lo que quiero sugerirte, con el modo de estar en el mundo (si es que a eso se le puede llamar mundo) de esa banda de engreídos ricos y caprichosos que son los nuevos amos de todo lo que existe.
Me parece que los que no tienen nada que amar ni que agradecer, porque no conocen nada más allá de sí mismos, son Musk, Trump, Netanyahu o Milei (por nombrar con ellos algo así como el rostro arrogante de la soberbia, el pecado mortal de la ingratitud). Recuerdo haberte oído decir que la gratitud está en las antípodas del ethos de la queja y del victimismo, pero me parece a mí que está también al otro extremo de ese yoísmo autosuficiente y meritocrático, otra de las marcas morales de esta época. Recordarás uno de los best-sellers filosóficos de los últimos años, La tiranía del mérito, de Michael Sandel, ese libro que declaraba la ruina de lo que se llamaba “el bien común” y la destrucción de todos los vínculos comunitarios de reconocimiento, reciprocidad y ayuda mutua. Pero creo yo que lo que estamos viendo en esas encarnaciones del diablo es el ethos (si a eso se le puede llamar ethos) del más violento egocentrismo. A mí no me incomodó tanto el saludo fascista de Musk, sino ese gesto de triunfo en el que parecía que se estaba follando al mundo.
15 de Febrero
El tiempo idiota que vivimos tiene esos nombres propios que mencionas como emblema (Musk, Netanyahu, Trump, Milei…), desgraciados ellos mismos y protagonistas de la desgracia que cunde. Patéticos en su prepotencia y su tanatismo descontrolado. En otras épocas hubiera causado risa que se pretenda enfrentar a los nuevos amos del mundo con abrazos a edificios, murgas, suelta de palomas, mateadas culturales, conciertos y marchas a las que hay que asistir con un libro en mano. Pareciera que todas esas reacciones están más cerca de una salita de tres años que de la acción política, cuando no expresan la impotencia de un narcisismo indignado y un cierto aire de superioridad moral frente a un saqueo de escala nunca antes vista que lo devora todo sin límites. Pero a la vez despliegan sobre la superficie de la tierra una gestualidad colectiva y humana que preserva algo amenazado. Una especie de ketechon diseminado, espontáneo, elemental, silvestre, banal, ingenuo (en el sentido de cerca del origen). Algo de lo que no pueden darse demasiadas razones, que simplemente sucede.
En una escena de Los caminos de la libertad, al recibir la noticia del alzamiento de Franco en 1936, el pintor Fernando Gerassi (se llamaba Gómez en el libro), abandona a su mujer y a su hijo (Tito, años después autor de una importante biografía de Sartre) en París y regresa a España para participar de la guerra civil -donde acabará siendo un combatiente importante en la defensa de Barcelona. Cuando su interlocutor (Sartre mismo) lo advierte del sinsentido de su acto por ser claro que la República iba a perder la guerra, su respuesta fue: “No se combate al fascismo porque se le pueda ganar, se lo combate porque es fascista”.
Me interesa lo que se hace sin estar sometido a cálculo, simplemente porque no es posible no hacerlo. Creo que la bondad es algo de ese orden. En alguna parte contaba Zygmunt Bauman que el estudio de los no judíos que escondieron judíos perseguidos durante la Shoá (a veces poniendo en riesgo su vida y la de su familia toda), reveló un fracaso de la sociología para encontrar patrones comunes que permitieran comprender ese comportamiento contrario a la autopreservación. Había entre ellos ricos, pobres, gente simple, artistas, jornaleros, profesores universitarios, amas de casa, ateos, creyentes… Cuando se les preguntaba por qué lo hicieron, no tenían respuesta, simplemente se encogían de hombros. Una especie de banalidad del bien. Quizá el bien no es algo que los seres humanos hagan, sino algo que hay en ellos -o en algunos, o en todos en algún momento de sus vidas…- y que no proviene de las normas sociales sino que, precisamente, hace como un hueco en ellas.
Siempre me gustó ese poema de Campos de Castilla donde Machado dice: “Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, / pero mi verso brota de manantial sereno; / y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, /soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Creo que el “pero” con el que comienza el segundo verso es lo fundamental. Me pregunto si el bien coincide con la mansedumbre. Tal vez esta sea simplemente la ausencia de maldad. El bien, en su banalidad, con minúscula, es en cambio algo positivo. Algo de lo que las personas son depositarias sin saberlo, sin entender qué sienten, qué les sucede, ni por qué hacen lo que hacen. Quizá sea eso lo que, en su lenguaje, la teología llama “gracia”.
20 de Febrero
Parece que la palabra katechon, cuya importancia en el pensamiento político no conocía, se refiere a una especie de poder misterioso y benéfico (más bien un contrapoder) que retarda o retiene el triunfo del mal. Aparece en una epístola de San Pablo (la segunda a los tesalonicenses) para nombrar una especie de resistencia cotidiana, más bien pasiva, que funciona como freno a la victoria final del Anticristo, aunque sin el poder para derrotarlo. Como si impidiera la pretensión de totalidad de las fuerzas malignas insertando en el mundo pequeñas cápsulas de igualdad y de justicia (quizá de bondad) que, de alguna manera, resisten. Una especie de fuerza (o de contrafuerza) que Roberto Esposito, en Immunitas, metaforiza como un anticuerpo que protege un organismo amenazado, pero no es capaz de curarlo. Algo que en tu carta relacionas con el bien, con la bondad e incluso con la gracia, precisamente porque no se fundamenta en ninguna posibilidad de victoria o, mejor, porque ni siquiera necesita calcular las posibilidades. Lo que cuentas de Fernando Gerassi me recuerda lo que dijo María Zambrano cuando volvió a España desde Chile, el mismo día que cayó Bilbao, y todo el mundo le preguntaba por qué volvía, si la guerra estaba perdida, y ella dijo que precisamente por eso, porque estaba perdida.
Ya que estamos con la Zambrano, te diré que Sole me ha llamado la atención sobre su figura de los bienaventurados, que no son los sabios, ni los místicos, ni los filósofos, ni siquiera los santos, porque sus rasgos son la simplicidad, la lentitud, el silencio, la pobreza de espíritu, una cierta quietud, una cierta inaccesibilidad también, como si fueran invisibles e indiscernibles y, sobre todo, capaces de padecer su tiempo y de habitar su mundo plenamente, pero sin retóricas ni heroísmos, simplemente mostrando, con su mera existencia dolorida, algo esencial de la condición humana, algo muy raro pero quizás indestructible, por eso “nos atraen como un abismo blanco”. Lo que tú llamas “una gestualidad colectiva y humana” que se despliega sobre la superficie de la tierra “preservando algo amenazado”, a lo mejor se parece a lo que María Zambrano llama una danza, “la danza de lo acabado de nacer o de lo que no ha nacido todavía, o de lo que nunca nacerá, pero la danza que es danza para siempre”.
Me quedo pensando en que la bondad zambraniana está en los bienaventurados, en los que seguramente hay mucho de su hermana Araceli, la desdichada, la inocente, la que nació para amar pero fue destruida por la historia, la que perdió la vida aunque no la bondad ni la ternura. Pero está también, me parece, en los idiotas, encarnados por los bobos de Velázquez, especialmente por el Niño de Vallecas.
Y sin duda en la Nina de Galdós, la Benigna de Misericordia, la que apenas ocupa lugar, la anónima, la casi nadie, la “invisible a fuerza de tan blanca”:
Y ella, que a todos sostiene, ¿en qué se sostiene? ¿De dónde nace la misteriosa, sobrehumana fuerza de esta mujer, vieja, ignorante, sin más guía que su corazón en el laberinto del mundo? ¿Qué saber se alberga en su cabeza? ¿Qué ética mantiene el equilibrio inalterable de sus acciones, de qué fe cobra aliento para remontar cada día la cuesta durísima de sus dificultades sin desfallecer jamás y sin jamás rebelarse?
Un día que ha pasado mendigando y trotando de aquí para allá, para conseguir una modesta comida y algunos remedios para su señora, ante la desesperación de esta, le dice: “Venga todo antes que la muerte, y padezcamos con tal de que no nos falte un pedazo de pan y pueda uno comérselo con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza”. Y María Zambrano subraya: “El hambre, la esperanza y el pan de cada día. Esto es la vida para Benigna, lo que tenazmente opone a la muerte”.
¿No será eso la bondad o, quizás, como tú dices, la gracia? No hay resquicio para el rencor o para la amargura en el corazón de Nina. Al contrario:
Como los pájaros, vive en la luz, y con su esfuerzo sin fatiga crea la libertad. Desasida y apegada a un tiempo a las cosas, libre de la realidad y esclava de ella a la vez; invulnerable y al alcance de la mano; dueña de todo y sirvienta de cada uno, Nina, en verdad, es misericordia.
Dispersos por aquí y por allá, Zambrano dejó algunos apuntes sobre lo que podría ser una razón misericordiosa. ¿Una razón bondadosa? A veces, ya sabes, lamento la rapidez con que hemos arrinconado algunas palabras y la pérdida que eso supone. No sólo cultural o social, sino ontológica, porque nos inhabilita para nombrar, y por tanto para percibir, ciertas realidades. Literalmente, misericordia es tener corazón, cor, cordis, para lo digno de compasión, miseri. Pero como corazón está emparentado con recuerdo, la misericordia podría ser como un tener presente, en el corazón, no sólo a los menesterosos, sino la fragilidad consustancial de la condición humana. Además, ya sabes, la palabra griega para corazón, kardia, significa la parte del alma que alberga la memoria y, con ella, el elemento central de alguien o de algo, como si el núcleo de lo que somos estuviera compuesto por aquello de lo que guardamos memoria. ¿No será la bondad una especie de recuerdo de lo que pide compasión? ¿Una razón a la vez cordial y compasiva? Quizá nuestro oído para la lengua nos permita aún captar algo de lo que podía significar tener buen corazón o mostrar, en el propio modo de ser, un corazón grande, noble, o puro.
21 de Febrero
Disculpa que interrumpa la alternancia de nuestra correspondencia, pero me quedé pensando en lo que cuentas de los que arriesgaron su vida para salvar judíos, que decían que no sabían por qué lo habían hecho. Pero quizá decían también, como muchos héroes incomprensibles, de esos que hacen el bien sin pensar ni calcular, que sólo hicieron lo que “tenían que hacer”, lo que “cualquiera hubiera hecho”, lo que “era su deber”, lo que “había que hacer para poder seguir mirándose al espejo”. Porque a lo mejor la bondad está en ese apearse del yo (y de lo que le conviene) para encarnar en cualquiera. Y seguramente, como dice Carlos Fernández Liria en algún lugar, porque “eso de ser cualquiera es lo más difícil de todo”, precisamente porque implica liberarse de cualquier condición particular para quedarse solo con la condición humana, con la vida misma o con el mero vivir simple y desasido que hubiera dicho María Zambrano hablando de Nina, de los idiotas o de los bienaventurados. ¿Algo parecido tal vez a ese abandonar el yo para encarnar la vida del que me has hablado alguna vez?
21 de Febrero
Tal vez la maldad tiene su origen inadvertido en el olvido de los muertos (ya no re-cordarlos en el sentido que le dabas en tu carta a la palabra: no tenerlos más en el corazón). Y en el olvido, o la inconsciencia, de la fragilidad de todas las cosas. Para decirlo positivamente: la bondad manifiesta la presencia de los muertos en lo que una persona buena piensa, dice o hace. Quizá manifiesta también la presencia de quienes aún no han nacido. En una manera de vivir que deja sitio o hace lugar a lo que ya -o aún- no existe, está siempre tácita la bondad hacia los demás: hacia quienes sí están, por un brevísimo momento, vivos. Acaso también la bondad hacia uno mismo, que nada tiene que ver con el egoísmo. No sé si tendrá sentido la expresión “ser bueno consigo mismo”, pero me interesa lo que pueda haber escondido en ella. No quiero decir que por un lado se hace lugar a los muertos (como si anduviéramos con una memoria voluntaria de ellos) y por otro (entonces) se es bueno. Lo que trato de decir, sin lograrlo muy bien, es que la bondad misma es el recuerdo involuntario y como en sordina de quienes ya no están. O de un enigma que no se sabe cómo entender ni cómo decirlo a los demás.
Un ensayo de John Berger me hizo conocer a la fotógrafa checa Markéta Luskačová. Hay algo profundamente conmovedor en sus imágenes. En el texto que le dedicó (“El Cristo de los campesinos”), Berger dice que Markéta tenía un cometido secreto, que ningún otro fotógrafo había tenido antes: fue convocada por los muertos, quienes depositaron en ella una confianza extraña. Le hicieron el encargo de hacerles saber a través de imágenes que todavía existe en la Tierra gente que los recuerda. No gente de luto porque acaba de morir un ser querido, sino gente que comparte con ellos su vida cotidiana, aunque no acabara de morir nadie. Y aunque no supieran que lo hacen. “Peregrino durmiendo” pertenece a la serie de fotografías sobre migrantes forzados de Eslovaquia y Polonia, tomadas entre 1965 y 1971 con una vieja cámara Leica que había comprado con dificultad en 1964. Hay un cuidado del mundo -un retorno a la, o de la, bondad- en el abandono de los seres que duermen. Y en los seres que miran y encuentran criaturas que no se olvidan de los muertos.
La revelación de una bondad resguardada, sin que ellos mismos lo sepan, en los seres sencillos, en los niños, en las mujeres campesinas, en los peregrinos, en los tontos como los que llamaron la atención de Velázquez, en los desahuciados… Los idiotas como el príncipe Myshkin o ese cuento de Tolstoi que se llama “Iván el tonto” recogen una larguísima tradición de la espiritualidad rusa que quizá invoca los que están dispuestos a “perder el alma para salvarla”, de los que habla el Evangelio (Marcos, 8, 35; Lucas, 9, 22-24). Quizá, como dice Soledad, haya en María Zambrano un oído agudo para esa tradición.
Desde no hace mucho, algunos filósofos italianos que provienen de la izquierda radical (el grupo de Franco Berardi, en particular) hablan de “deserción” y de la necesidad de construir “una forma de vida no apetitiva”. Encuentro imprevisto de la izquierda y el tan idealista Kant, denostado tantas veces por formalista. Pues exactamente en eso consiste la ética kantiana: en tratar de vivir de una manera no apetitiva y no patológica (aunque no hay, me parece, sitio para la bondad en su ética, sólo para hacer el bien por obediencia a la ley -la misericordia sería un motivo patológico y por tanto no moral).
Esto de la vida no apetitiva me hace pensar también en la vida inapetente. Cuando decidió dejar de comer, o casi, Simone Weil era sensible a la convivencia de hambre y hartazgo que desgarran el mundo. ¿Hay un vínculo oscuro y extraño entre la inapetencia y la bondad? Algunos pasajes de la literatura, como el artista del hambre de Kafka, inducen a pensar que sí. Pienso también en Bartleby.
-“Prefiero no cenar hoy –dijo Bartleby, dándose vuelta”.
Fue lo último que dijo, su última preferencia. Cuando inapetente prefirió “no cenar hoy”, Bartleby estaba ya en la cárcel, donde había sido conducido sin ofrecer “la menor resistencia”. Puesto que no pesaba sobre él ningún cargo, lo dejaban deambular libremente por la prisión, “particularmente por los patios de césped cercados”, escrutado desde las ventanas por “asesinos y ladrones”. Allí lo encontró el abogado, después de solicitar una entrevista a las autoridades de la prisión.
–“Yo no soy el que lo trajo aquí -se exculpó-… Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar triste, como podía suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí la hierba”.
A lo que, en una de las pocas ocasiones en las que se abstiene de contestar con su fórmula, Bartleby responde breve con el acto de habla más lacónico y enigmático de todo el relato:
–“Sé dónde estoy”.
Es una de las pocas veces que no dice: “Preferiría no hacerlo”. ¿Era bueno Bartleby, o solo manso -un manso terrible?
El Genesis deja bien claro cuál es el legado del apetito. Si hay un legado de la inapetencia, es sobre él que deberá construirse algo que no sabemos qué es y antes llamábamos la izquierda. Una forma de vida no apetitiva.
Como sea, me parece que la bondad es un enigma, no un mandamiento. Y en tanto, como me dijo una amiga alguna vez: “Mantenete lejos de los que han sufrido mucho, con seguridad acaban por hacerte daño”.
PS: Algo sobre lo último que decías sobre migrar del yo a la vida. Como Nina, sí. Quizá podamos encontrar en la gestualidad elemental de la mano una clave -en dos términos de los que hablan los antropólogos, muy misteriosos para mí: “pronación” (poner la mano hacia abajo y cerrarla, tomar) y “supinación” (poner la mano hacia arriba y abrirla, dar). Incluso la filosofía ha buscado encontrar palabras para decir eso.
La Gelassenheit de Heidegger tal vez sea una de ellas.
23 de Febrero
La inapetencia de Simone Weil, su ascesis extrema, la negativa a comer de sus últimos días en Londres, pero también su elaboración de la relación antropológica, y también moral, entre el hambre y la mirada, entre la boca y el ojo: cómo mirar el mundo sin querer comérselo. Además, por lo que recuerdo, hay algo en la necesidad, incluso en la necesidad extrema, que tiene que ver con cierta aniquilación de la persona (“eso que nos dice que somos yo” y que “tiene la apariencia de la libertad”) para poder acceder a la verdad, la justicia y la belleza que, de alguna manera, como encarnaciones del bien, son siempre impersonales. Para apearse del yo no queda otra que plegarse a lo que no depende de nosotros. Otra vez Nina o, como bien dices de cierta tradición espiritual, otra vez los que pierden el alma para salvarla, los que se pierden, se niegan o se ignoran a sí mismos. De todos modos, y por seguir con nuestra querida Simone, lo que a mí me ha interesado es la relación entre la bondad, la atención y el sentimiento de realidad. Algo así como un descentramiento radical. En una de sus últimas cartas desde Marsella, a Joë Bousquet, dice que “la atención es la forma más rara y más pura de la generosidad”. Y añade:
A muy pocos espíritus les ha sido dado el descubrir que las cosas y los seres existen (…). Ahí está, a mi modo de ver, el único fundamento legítimo de cualquier moral; las malas acciones son las que velan la realidad de las cosas y de los seres, o las que sería totalmente imposible realizar si se supiera verdaderamente que las cosas y los seres existen. Recíprocamente, el pleno conocimiento de que las cosas y los seres son reales implica la perfección.
El mal por falta de atención, es decir, por falta de realidad. El bien por saber con todo el cuerpo y toda el alma, en la plenitud de la atención, que las cosas y los seres existen. También, seguramente, los muertos, en su modo particular de existencia, el que nosotros les damos cuando no los olvidamos. Esa máxima atención, que sería también el máximo amor y, por tanto, el máximo descentramiento, es “la única grandeza auténtica”, dice Weil, algo “extremamente raro” de lo que sólo se puede tener el presentimiento.
Y termina: «Hablo de todo esto no desde una total ceguera, sino como alguien semiciego puede hablar de la luz”. En cualquier caso, estaría bien hacer un listado de personajes bondadosos, reales o literarios, para explorar la categoría, si es que la bondad puede llevarse a concepto y no es, como tú dices, un misterio. Se me ocurren dos de Joseph Roth: Andreas Kartak, el clochard de La leyenda del santo bebedor, y Mendel Singer, el humilde maestro de Job. Y es que el efecto principal de nuestras correspondencias son las ganas de leer, de releer, de ir tirando de los hilos que se nos van abriendo. Por eso he vuelto a un viejo artículo de Santiago Alba Rico titulado “Chesterton y la leptopimelomaquia (o la batalla de los gordos y los flacos)”, donde se dice que la cuestión alimenticia es la cuestión del capitalismo, o a su libro Capitalismo y nihilismo, que lleva como subtítulo “Dialéctica del hambre y la mirada”. Más que nada para desarrollar la naturaleza criminal y maligna de esa mirada hambrienta de los amos del mundo, conectada con una boca insaciable, devoradora de hombres, de culturas, de paisajes y de países. Para pensar también qué ha pasado para que cada vez sean más los que comen “solos, deprisa y con miedo (…); con la vista baja, sin dejar de correr y sin compañía”. Y para comprender, por último, la naturaleza benigna de la forma de comer de lo que Alba Rico llama el hombre común, el que conoce y respeta los límites, el que “come mucho, pero no muchas veces; come sentado, y por lo tanto en un territorio; come en compañía y, por lo tanto, en un territorio común”. A lo mejor ese tipo antropológico, si es que aún no ha sido destruido, y precisamente porque sabe comer (tomándose tiempo y saboreando la vida y la compañía), es el que todavía es capaz de comprender que se diga de alguien que es “más bueno que el pan”. Y el que sabe pedir el “pan nuestro de cada día”, y agradecerlo, porque sabe que es un don y no un mérito.
Por cierto, la semana pasada estuvimos en Girona, en una exposición de la catalano-chilena Roser Bru, y nos conmovió el “Díptico de la paz y de la guerra”, de 1985, todavía en plena dictadura de Pinochet, uno con una mesa tendida, mantel blanco, un jarrón y una hogaza de pan, y el otro donde todo se viene abajo y se derrumba.
25 de Febrero
Según creo, la vida humana no tiene “solución” porque no es un “problema”: no admite ser reformada científicamente, ni remodelada artísticamente. No va a ninguna parte ni tiene sentido alguno que pudiera ser explicitado de una vez y para siempre. La “solución final” que proponen las antropotécnicas en curso la presuponen y la representan como un funcionamiento fallado que debe ser reparado de manera técnica (como se haría con el desperfecto de un electrodoméstico o de un automóvil, de los que nadie espera una bondad sino solo un funcionamiento adecuado) para que, precisamente, funcione. Cosa que la religión, la ética, el arte y la política no habrían logrado hacer. Por tanto, salir de una buena vez de las aguas turbulentas de la historia para superar de otro modo, finalmente, el mal que persiste como ley de hierro de los asuntos humanos. Y con ello convertir a la bondad en un sinsentido y condenar como pura impotencia la “fragilidad del bien” -según la bella expresión de que Martha Nussbaum en su libro sobre la tragedia y la filosofía en Grecia. Creo que esa solución final, que se impone con fuerza arrolladora, es el exacto reverso de ese sentimiento de realidad de las cosas y los seres del que habla Weil en la carta a Joë Bousquet que traés a la conversación. Una idea maravillosa la de ese vínculo, o directamente esa identidad, de la ética con la atención. Las malas acciones no serían otra cosa que una desatención de que hay seres y hay cosas; una desatención o un olvido de que un ser humano no sirve para nada -o, en todo caso, no sabemos ni sabremos nunca para qué sirve. Ignoramos por qué o para qué los humanos estamos en el mundo.
La lucidez de esa evidencia hace posible una forma de vida que sin embargo no le impidió a Simone comprometerse corporalmente en la guerra y en el mundo del trabajo como una explotada más. Creo de enorme importancia lo que ha escrito sobre la fuerza -sobre todo en el texto sobre la Ilíada, pero no solo-, su indagación de lo que sea una “fuerza social”.
¿Qué significa que la noción de fuerza, más que la de necesidad, constituye la clave que permite leer los fenómenos sociales? Es la pregunta de sus Reflexiones sobre las causas de la obediencia y de la opresión, que escribió cuando irrumpía el nacionalsocialismo en Europa. Quizá nadie fue tan lejos al pensar el enigma de la “servidumbre voluntaria”. Puesto que -dice allí- la mayoría obedece, y obedece hasta dejarse imponer el sufrimiento y la muerte, mientras que la minoría manda, esto indica que no es cierto que el número sea una fuerza. El número es una debilidad. La debilidad está del lado en que se tiene hambre, en que hay extenuación, donde se suplica, donde se tiembla, no del lado donde se vive bien, donde se conceden gracias, donde se amenaza. No es que el pueblo está sometido aunque sea mayoría, sino precisamente porque es mayoría.
La contradicción -estoy citando lo que dice un poco de memoria- no es más que aparente. Sin duda los que ordenan son siempre menos numerosos que los que obedecen. Pero precisamente porque son poco numerosos forman un conjunto. Los otros, precisamente debido a que son demasiado numerosos, son uno más uno más uno, y así sucesivamente. De este modo, el poder de una ínfima minoría se basa a pesar de todo en la fuerza del número. Esta minoría prevalece con mucho en número sobre cada uno de aquellos que componen el rebaño de la mayoría. No se concluye de esto que la organización de las masas invertiría la relación, pues esa organización es imposible, o efímera y está condenada a la derrota. No puede haber cohesión más que entre una pequeña cantidad de hombres. Más allá de eso, no hay más que yuxtaposición de individuos, es decir, debilidad.
Al lado de ese escrito me gusta poner ese otro que se llama “La persona y lo sagrado”, en el que incursiona la idea de lo impersonal (quizá en sintonía con algo en lo que insistía Agustín García Calvo). Allí dice: “Lo sagrado, bien lejos de ser la persona, es lo que, en un ser humano, es lo impersonal. Todo lo que es impersonal en el hombre es sagrado, y sólo eso”. Si la entiendo bien, a diferencia de la dimensión comunitaria del culto religioso, lo que Simone menciona aquí como lo sagrado no es lo impersonal en el sentido de algo colectivo -que es sólo una colección personas y una multiplicación de la personalidad, de manera que “los hombres en colectividad no tienen acceso a lo impersonal”. En mi opinión, la preservación (o el descubrimiento, o la invención) de lo impersonal presenta una paradójica implicancia política, pues su admisión transforma la vida común y la protege de lo que aplasta toda experiencia de algo que no se inscribe inmediatamente en el culto a la personalidad. Libera una “fuerza infinitesimal decisiva” (¡qué precioso concepto!); una “responsabilidad hacia todos los hombres” y hacia la fragilidad de lo que es “impropio” en ellos.
Tu idea de un elenco de “buenos” de la literatura o el arte para explorar la bondad es muy interesante. Allí aparecería algo que podría llamarse “la bondad de los malos” -quizá la bondad muchas veces lo es: una sobreposición al autointerés, el egoísmo, la indiferencia; a las pasiones de superioridad y de dominación.
Gracias por la obra de Roser Bru. Conmovedora, sí.
26 de Febrero
Ninguna finalidad para nosotros, ningún destino. No sabemos para qué estamos aquí y es posible, incluso, que no estemos para nada. Pero abrimos los ojos y no puede ser tanta abundancia, tanta belleza. Entramos en el aire y en la luz y ahí está: el mundo. El primer asombro. Y eso tras lo que andamos toda la vida, como en el magnífico endecasílabo de Sor Juana Inés de la Cruz: “El mundo iluminado, y yo despierta”. Ando leyendo a una poeta norteamericana, Mary Oliver, que también amaba a San Francisco. Sus preguntas tienen que ver con para qué vivimos, si es que hay un para qué. Su verso más conocido: “Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje, preciosa vida?”. O, en otra versión que parafraseo de memoria: “cada mañana hay una voz que te dice al oído, hoy también estás vivo, ¿algún comentario?” Como si el modo de vivir el día que comienza fuera, precisamente, tu comentario. Otro de los más famosos: “Instrucciones para vivir una vida. Presta atención. Asómbrate. Cuéntalo”. A la atención y al asombro añade un tercer imperativo: “tell about it”, compártelo, busca las palabras, corre a decírselo a los demás. Oliver vive entre la naturaleza salvaje y las palabras. Necesita tanto el mundo como la literatura, tanto los sentidos como el lenguaje. Y dos verbos más, también fundamentales para su modo de estar en el mundo: amor y agradecimiento. No sabemos para qué estamos aquí, puede ser que la vida no tenga sentido, pero cada día decidimos qué hacemos con esos dones inmensos.
En su caso, por ejemplo, En La escritura indómita hay una reflexión muy hermosa sobre la poesía que acaba con una mención al célebre poema de Rilke “Torso arcaico de Apolo”, el que termina con el verso famoso “Has de cambiar tu vida”. Y justo antes de copiarlo, escribe:
Si la belleza en general y el poema bello en particular no significan algo -si no carga sobre nuestros hombros una tarea difícil y ennoblecedora-, ¿qué otra cosa sería la belleza sino absoluta locura? Pero la belleza no es locura: es del desafío de estar cuerdo, de ser reflexivo, de ser íntegro.
¿Alguna relación, pues, entre el mal y la fealdad, la incapacidad para percibir, y agradecer, la belleza del mundo?
Maravilloso. El mundo iluminado y yo despierta, la atención como la forma más rara y más pura de la generosidad, como unica grandeza auténtica, lo sagrado como todo lo; mpersonal en un ser humano. Pura belleza. Y me acuerdo del «ser así» de Agamben, la manera singular del cualquiera», cómo quizás la única felicidad posible… Qué trío…grandeza, belleza y felicidad… gracias!