EDITORIAL


Sobre “Oda a una urna griega”, de John Keats
EL AGITADOR DE MÁRMOLES

Poseidón, Apolo y Artemisa, frisos del Partenón.

Está ahí a punto de poder ser, aunque propone algo mejor que lo potencial. Es absolutamente en acto, pero aún no. Una existencia vinculada al transcurso y al silencio, por eso mismo, resplandece entre las palabras y busca el instante:

“Tú, todavía virgen esposa de la calma,
criatura nutrida de silencio y de tiempo,
narradora del bosque que nos cuentas
una florida historia más suave que estos versos”.

Una voz de mujer agita el mármol. Así sacudida, la roca metamórfica expone su origen múltiple, su estar hecha de otras tantas rocas calizas, sometidas a altas temperaturas y presiones durante millones de años. Un proceso geológico de cristalización que, para la mirada atenta, conserva su ser también copa de árbol, códice, libro sacudido por el viento de un deseo lector. Ahora mismo temblequean los folios de un territorio antiguo y tan actual:

“En el foliado friso ¿qué leyenda te ronda
de dioses o mortales, o de ambos quizá,
que en el Tempe se ven o en los valles de Arcadia?
¿Qué deidades son ésas, o qué hombres?
¿Qué doncellas rebeldes?
¿Qué rapto delirante? ¿Y esa loca carrera?
¿Quién lucha por huir?
¿Qué son esas zampoñas, qué esos tamboriles,
ese salvaje frenesí?”

Y la narradora del bosque infla los cuerpos en historias. Como no hay tragedia sin música, suena la percusión por tanto tiempo pausada sobre la urna griega. Convenientemente encendida, la melodía inflama un recrear poético, una visión no especular del helenismo.
En un entrevero de dioses y mortales, estalla un eco del grito de otro poeta romántico, Percy Byshe Shelley, “Todos somos griegos”, sin ninguna pretensión de mímesis técnica.
Se trata simplemente de la belleza del valle de Tempe que se levanta, de pronto, a los pies de un joven inglés, a quien los dioses le “causan un dolor vertiginoso que mezcla grandeza griega con el áspero decaer del viejo tiempo”.

A tus pies, lector, lectora, con las suelas de tus zapatos, las las siluetas soldadas por años huyen ahora a la idea de un héroe que solo cumple su destino. En este momento, cuando intentas ver un objeto que solo existió en la imaginación de un poeta, la libertad se curva con azares. Y si el mármol es una milhojas de eras, también esta urna suelda escenas y situaciones contempladas en varios grabados, textos, punturas: un brillo de un vaso, un matiz de un comentario, la sombra de un merodear por las galerías del British Museum, donde Keats armó con retazos su gran alianza con la belleza: el movimiento de lo aparentemente rígido puesto en marcha. Lo no oído colándose entre lo audible. El silencio tañido en escalas, el instante que muestra su carozo de eternidad:

Frisos del Partenón

“Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas;
sonad por eso, tiernas zampoñas,
no para los sentidos, sino más exquisitas,
tocad para el espíritu canciones silenciosas.
Bello doncel, debajo de los árboles tu canto
ya no puedes cesar, como no pueden ellos deshojarse”.

“Detener el instante – movimiento, acción, deseo, drama- sin petrificarlo poéticamente, preservando su gracia fugitiva- que por fugitiva es allí gracia-, lograr el milagro poético de un «instante eterno», tal es el propósito en torno al cual concita Keats el tema plástico, las resonancias espirituales que de él nacen y el verso mismo que ciñe a ambos”, dirá Julio Cortázar, en su Imagen de John Keats.

Así la belleza no es el después del dolor, sino un modo de trasmutar la desgracia, el abandono, la ausencia, en una materia sin resignación y sin resentimiento. Existe una provincia para todas las escenas incumplidas, una estancia -como “La novela”, de Macedonio Fernández, donde se trama un plan de beldad para Buenos Aires-, un refugio para las ruinas, un rescoldo de ilusión donde aún sueñan los muertos prematuros, los desencuentros fortuitos:

“Osado amante, nunca, nunca podrás besarla
aunque casi la alcances, mas no te desesperes:
marchitarse no puede aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre bella!
¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!”

La Naturaleza escribe el pulso del poeta, habita esta lectura. Ha caído el marco de la ventana que separaba el sueño de la vigilia, el éxito del fracaso amoroso, la lógica de la sabiduría. Lo humano se arrima al umbral entre mundos y busca “escribir cosas eternas para estar seguros de que serán de actualidad”, como reclamará Simone Weil, en una carta a sus padres: otro retumbo de la belleza de la urna griega, en las primeras décadas del convulsionado siglo XX.

“Y tú, dichoso músico, que infatigable
modulas incesantes tus cantos siempre nuevos.
¡Dichoso amor! ¡Dichoso amor, aun más dichoso!
Por siempre ardiente y jamás saciado,
anhelante por siempre y para siempre joven;
cuán superior a la pasión del hombre
que en pena deja el corazón hastiado,
la garganta y la frente abrasadas de ardores!”

Caspar David Friedrich, Abadía en el robledal.

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Se abre la carne en el sacrificio, lo mortal se ofrece a la eternidad a punta de cuchillo, en un tajo que deja expuestas las entrañas. Allí, entre antiguas digestiones, la ausencia reclama un tránsito de pisadas para inaugurar la luz. La belleza es entonces un pueblito vacío, que en cada amanecer recuerda el andar de cada uno de sus pobladoras. Siempre hay una franja, vera del río o hendidura de la carne, donde lo sagrado vacía de sentido cualquier pérdida. El altar se ha vuelto un verde de musgo y juventud a la vez. Una procesión acude a caminar el pueblo abandonado.

“¿Estos, quiénes serán que al sacrificio acuden?
¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante,
llevas esa ternera que hacia los cielos muge,
los suaves flancos cubiertos de guirnaldas?
¿Qué pequeña ciudad a la vera del río o de la mar,
alzada en la montaña su clama ciudadela
vacía está de gentes esta sacra mañana?
Oh diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado podrá nunca volver”

Mujeres vestidas para ritual, friso del Louvre

Y de golpe ruge el mármol ante el embate de la pala, una voz antigua, mucho más poderosa que toda la genealogía de la furia y del lamento, se pone de pie. Cae el bloque en un arco y lastima el aire. Una huérfana blancura desploma en una nube harinosa y picante sobre el fondo de la cantera.

No hay fondo. Ruge yacente, una voz mucho más leal y necesaria que toda entereza. Triza la soberbia del serrucho. Mucho y mucho más. Puro tiempo en rebelión. Comienza la jornada laboral en las canteras, se aprontan las extracciones.

La roca que allí se extrae es rica en calcita, dolomita, diópsido, cuarzo, muscovita, wollastonita y grafito. Da cierto placer pronunciar el nombre de cada mineral, “cuarzo”, wollastonita”, “diópsido”, eco de un amor secreto y compartido, un amor a cielo abierto, donde se esfuerzan herramientas y hombres de igual a igual.

Casi cortados a cuchillo, empiezan a distinguirse bloques de mármol de diferentes tamaños y gran altura. Hay porciones que deben ser cargadas entre varios hombres, como auténticas masas de hielo duro que no se derriten bajo el poderoso sol.

“¡Ática imagen! ¡Bella actitud, marmórea estirpe
de hombres y de doncellas cincelada,
con ramas de floresta y pisoteadas hierbas!
¡Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede
como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral!”

Dibujo de John Keats, Copia de un vaso de dosibios.

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“Cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:
«La belleza es verdad y la verdad belleza»…
Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta”.

A los veinte años estos versos me parecían demasiado. Y,a la vez, me provocaba una admiración desmesurada su contundencia. Sabía que los había escrito un tal John Keats, un muchacho de apenas unos añitos más que yo cuando compuso estos versos.

“Belleza es verdad y verdad es belleza” sonaba más a una experiencia vivida, a algo sentido en el cuerpo sin vacilaciones, a una afirmación que rebasaba el sentimiento y superaba la frialdad de toda lógica.
Aparte, se trataba de una belleza amiga, compañera, habitante del dolor de la historia, algo anterior y posterior a nuestra existencia. Una eternidad semejante a un lazo que nos desempolvaba de soledades, de extranjerías, que limpiaba esa sensación de no pertenecer del todo a este mundo y, sin embargo, querer filiar con él, anhelar con todas las fuerzas un espacio, un lugar para habitarlo.
Y además era algo verdadero. La verdad, por entonces, se aproximaba a la amistad. Lejos de cualquier relación con la duda y con la certeza, más bien resonaba con lo simple e intenso. Algo sin vueltas, sin suspicacia, sin la mancha venenosa de la sospecha. Pero nunca era eterna. Nunca rebasaba las circunstancias ni la historia. Resultaba poderosa y frágil, porque los vínculos se hacían añicos, o los afectos cambiaban de rumbo y, sin embargo,

el deseo de reencontrar ese estar plácido con otros, sin maquillaje, sin utilidad y sin obsecuencias, permanecía. Y yo quise permanecer cerca de John, de su vida breve y riquísima. Del fantasma de la tuberculosis que lo acechó desde pequeño, se llevó las vidas de su madre y de un hermano, y finalmente terminó por matarlo a él. Quise abrazar sus ocho años, viajar en el tiempo hasta 1804, cuando su padre falleció a causa de una fractura de cráneo tras caerse de su caballo mientras regresaba de visitar a John y a su hermano George en la escuela. Recuerdo que la escena me había absorbido de tal modo, que miraba el retrato del pálido poeta y buscaba en su rostro, serio y desprovisto de severidad, al niño que, en esa tarde de visita, no tenía indicios de una despedida para siempre. ¿Qué hacer con esa verdad imprevista, con ese sacudón de lo inmodificable, con el futuro despadrado de un saque, con las conversaciones pendientes colgadas de la soga de un imaginario sin consuelo? ¿Qué hacer con la ausencia fresquita en esa vida fresquita en busca de manotear recursos para atravesar la desgracia?

John Keats, retrato de Joseph Severn

John Keats, entre todas estas tinieblas, buscó una luz verdadera. Una actividad que implicara servicio y sanación. Por eso, luego de la muerte de su madre y de quedar a cargo de dos tutores que le asignó su abuela, Keats dejó la escuela de Clarke para ser aprendiz de Thomas Hammond, cirujano y boticario. Alojado en el ático del consultorio, en el número 7 de Church Street, hasta 1813 atravesó la época más plácida de su vida.

La familia estaba segura: valía la pena invertir esfuerzo y dinero para que el pibe hiciera carrera como médico. Así, en octubre de 1815, tras cinco años de aprendizaje con Hammond, Keats se matriculó como estudiante de medicina en el Hospital Guy’s , ahora parte del King’s College de Londres. En menos de un mes, asistía a los cirujanos durante las operaciones. Cada vez asumía mayores responsabilidades y cargas horarias. Parecía tener un auténtico deseo de ser médico: abrir, dejar expuesto lo redundante, extirpar el mal (lo banal, lo pretencioso); y luego coser, suturar, velar la herida hasta la cicatriz, y permitirle a la huella que revelara toda la potencia de ese proceso. Idéntica intervención sobre los cuerpos y sobre la palabra.

Pero la palabra tomó la delantera. Parte de su primer poema conocido dice: “Allí el martín pescador vio su brillante plumaje/ rivalizar con peces de brillante tinte abajo;/ cuyas aletas de seda y la luz de sus escamas doradas/ arrojaban hacia arriba, a través de las olas, un resplandor rubí”.

Esa misma rivalidad tensaba una tremenda decisión: la verdad concreta y pesada de la familia, el camino de la seguridad financiera, o la claridad que sentenciaba: si no lograba ser poeta, se destruiría a sí mismo. Lo peor vino cuando recibió su licencia de boticario, que le permitía ejercer también como médico y cirujano. Entonces, antes de que terminara el año, informó a su tutor que su decisión era ser poeta.

Tumba de John Keats, en Roma

El humilde hijo del encargado de una caballeriza, el huérfano de un padre muerto al caer de un caballo, no sabía que estaba a punto de tomar una curva que sería cerrada, intensa y breve. No sabía que le trasmutaría el pulso y la letra en una profunda cirugía de su mirada.

El joven de corta educación formal en literatura, el agitador de mármoles, el poeta romántico John Keats sería el encargado de recoger las cenizas del sacrificio, y entonces dejarse tentar por los bordes del pensamiento y la eternidad. Murió a causa de tuberculosis a los 25 años.

Su epitafio dice: “Aquí yace un hombre cuyo nombre fue escrito en el agua”. Evanescente el nombre, cuando en los días de intenso sol se difumina en el aire, deja ver hilachas de lo eterno.

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Hoy vuelvo a John Keats. Y su reclamo «la belleza es la verdad, la verdad belleza»; esto es todo lo que sabes de la tierra, y todo lo que saber necesitas”, no sólo no me parece desmesurado, sino que se ha vuelto un reclamo urgente, un pregón que es imperioso difundir.

Belleza no es cuestión de estilo.

Verdad es la eternidad que fulgura entre las formas.

La amistad de mi querido John persevera. Mi próximo, el pariente que nunca me conoció, me acompaña. Cuando me pierdo en las líneas rectas o en la prepotencia de los nombres, me recuerda que la verdad es una curva, todas las curvas posibles de esa geometría intrincada y simple escrita sobre la superficie del agua. Tomemos la curva pues.

Land Art, Andy Goldsworthy

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