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«DE REPENTE, UNA OLA»


Hace ya muchos años, en la carrera de Letras de nuestra universidad, teníamos cuatro materias cuatrimestrales de latín y cuatro de griego. Más tarde, con las reformas en los planes de estudio, supe que eliminaron varias o las dejaron optativas.          


          Si cierro los ojos, creo que aún puedo sentir la turgencia de los papeles apilados sobre la cálida aspereza del escritorio de roble junto a la ventana abierta hacia la mañana de primavera, y el parral que ya estaba brotando en pequeñas inflorescencias donde más tarde, avanzado febrero, cortaríamos los racimos para llevar a la heladera o estrujarlos con las manos adentro de un fuentón de plástico para extraer un jugo verdoso y fresco.

          En ese fragmento del Libro Segundo, Ovidio recomendaba aplicarse al estudio de las bellas artes y de las lenguas para resultar atractivo. Ulises, por ejemplo, no era hermoso, pero sí elocuente “y dos divinidades marinas sufrieron por él angustias mortales”. Calipso se desesperaba al ver que su amado apresuraba los preparativos de las naves para abandonarla y regresar a Ítaca. No sabía ya qué hacer para retenerlo a su lado. Haec Troiae casus iterumque iterumque rogabat / Ille referre aliter saepe solebat ídem. Una y otra vez le pedía que repitiese los sucesos de la guerra de Troya y él relataba siempre el mismo acontecimiento con diferentes palabras, imperceptibles variaciones, detalles sorprendentes que acompañaba con gestos de sus manos danzando en el aire.

          En una de esas ocasiones, mientras descansaban en la playa, el griego tomó una ramita y comenzó a explicar: “Esta es Troya (y dibujó los muros en el suelo arenoso); por ahí corre el Símois, y aquí estaba mi campamento. Más lejos se distingue el llano (y en seguida lo traza) que regamos con la sangre de Dolon, la noche que intentó apoderarse de los caballos de Aquiles…” Sobre la costa de la isla se formaba la costa de la llanura troyana; y acaso podríamos reponer el contorno de las puertas por donde ingresó el fatal caballo de madera, y a Eneas escapando con su padre anciano cargado en sus espaldas bajo las luces espectrales del incendio nocturno. Todo volvía a ocupar su sitio edificado con palabras, huellas y líneas hasta que, de repente, vino una ola, subitus cum Pergama fluctus / Abstulit et Rhesi cum duce castra suo, y por segunda vez la orgullosa ciudad de Ilión fue arrasada, entonces bajo la corriente espumosa del mar.

«Ovidio desterrado de Roma»,1838, Joseph Turner

          Aquella mañana, mientras mi madre cosía y yo escuchaba a mi padre trabajando más lejos, en su máquina de escribir, Troya volvía a emerger en las dificultosas líneas de hojas en blanco; aprendí cómo se construye y se destruye a partir del lenguaje. El maestro Ovidio me enseñaba para siempre qué es la belleza en poesía. Me enseñó a escribir y creo que, por ese episodio, todos mis libros fueron simples borradores de un gran cuaderno de lengua y literatura.

          Cuando Ovidio publicó esa obra, estaba en la cúspide de su gloria y en la ciudad de Roma, el centro del mundo. Había conocido personalmente a los poetas más importantes de la antigüedad latina: Virgilio, Horacio, Tibulo, Propercio. La refinadísima constelación de artistas que se movía en torno a Mecenas se sumaba a la intimidad con algunos círculos de la corte que le habilitaban el acceso hasta el propio emperador ,Cayo Julio César Augusto. El suyo era un ambiente de mármol, suntuosidad, perfumes, algo libertino y perverso. Paladeaba el reconocimiento entre sus pares por una poesía inspirada por las musas y elaborada con el paciente oficio de un artesano. Y, de repente, el oleaje inesperado barrió con todo: sin mediar ningún juicio ni intervención del senado, el mismísimo emperador Augusto firmaba la orden para que Ovidio se fuese al exilio forzoso. Era el año 8 d. C.

          Aún hoy se desconocen los motivos de semejante decreto. Algunos aseguran que Augusto había encarado una política de moral pública y el Arte de amar transgredía los límites. Otros niegan que ese libro pudiese generar semejante tormenta y sostienen que la intimidad con el poder lo llevó a un terreno peligroso donde fue testigo de cosas que no debió ver: infidelidades matrimoniales del propio emperador, y acaso ciertas relaciones sexuales incestuosas. Como sea, Ovidio abandonó su familia, el mármol y el laurel; se puso en marcha en un viaje lento y penoso hacia los confines del mundo. El resto de su vida habitará en Tomis, a orillas del Mar Negro, rodeado de escitas, un pueblo nómade que se dedicaba al pastoreo de animales, la cría de caballos y ni siquiera hablaba latín. Una y otra vez escribía a Roma y pedía clemencia; iterumque iterumque rogabat. El poeta salía de su humilde choza agotado de recuerdos y fatigosas cartas, de poemas atravesados por la melancolía y el abandono. En invierno, las marismas se cubrían de una finísima capa de hielo y, más allá, el Danubio desaguaba lentamente luego de cruzar pueblos insólitos por los valles de Europa Central.

          Algunos críticos literarios han llegado a postular que ese exilio no fue más que un invento de Ovidio, que nunca salió de Roma y tramó una excusa para escribir poemas bellos y tristes. Me parece una calumnia. Creo más bien en cierta leyenda imaginaria, acaso recogida por historiadores de la antigüedad griega tardía, como Eunapio y Olimpiodoro: los escitas, también llamados godos cuando invadieron el Imperio, conservaban la memoria de un anciano desconocido que enseñaba a leer y escribir a los niños de la tribu y les contaba historias de guerreros y hechiceras, de gigantes y medusas.

«San Jerónimo escribiendo», Caravaggio (1605)

          Mientras tanto, exactamente en la misma época, en otro rincón del imperio, se había perdido un joven adolescente, hijo de un carpintero de Galilea. El joven y su familia habían peregrinado a Jerusalén junto a una caravana de judíos piadosos que cumplían los votos religiosos anuales. Habían pasado tres días y sus padres desesperados recorrieron la ciudad de arriba abajo hasta que lo encontraron en el Gran Templo. La escena que allí descubrieron fue increíble: el pequeño muchacho de doce años se había convertido en maestro de ancianos, eruditos sacerdotes y doctores de la ley ya casi ciegos de tanto descifrar rollos de las Sagradas Escrituras hasta altas horas de la noche.

          Cuando Ovidio murió tenía casi 74 años y Jesús de Nazaret, 17.
          La antigua población de Tomis hoy es la ciudad de Constanza, en Rumania.
          Cuando el oleaje amenaza con perdernos, levantamos los ojos hacia un pequeño faro, una cálida luz de vela que se mantiene encendida y flota en medio de las tinieblas huracanadas.          

    


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